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12-07-2013 FOUNDIOGNE

Con ganas por ver  la ciudad, nos levantamos animados. Después de desayunar y dejando que el cuerpo entrara en funcionamiento, bajamos a tierra. Sin haber caminado cien metros, comienzan a asaltarnos vendedores de todo lo vendible, estatuillas, gambas, collares, viajes en calesa, paseos en piragua, de pesca…, no nos acaba de soltar un vendedor y aparecían dos mas, en cincuenta pasos mas de ocho vendedores. 
Los dos pensamos; cuando llevemos tres días ya nos conocerán y dejaran el asalto a nuestros bolsillos.
Negándonos a todo con respetuosidad y agradeciendo las ofertas llegamos hasta la famosa calle principal. El mas terco de aquellos vendedores seguía ofreciéndonos sus variados productos y comenzó a hacernos de guía. Enseguida nos llevo a las tiendas, al mercado de pescado…, sin dejar de vendernos sus variados artículos e invitándonos a entrar en las pequeñas tiendas de souvenirs. Aquello parecía una repetición de algo ya vivido.



Después de varias vueltas a la misma calle, pues todo estaba allí concentrado, y notar nuestra incomodidad, se dio por vencido y desapareció. Nosotros con mas calma y sudando hasta por las uñas, comenzamos a descubrir la variedad de alimentos y su aspecto.
Aquello era mejor que el poblado de Djifier, pero tampoco daba para organizar una fiesta. Todas las hortalizas parecían hechas para los habitantes de Liliput, aun no llegamos a comprender como los senegaleses llegan a ser tan grandes. El pescado y su olor lograban una coreografía difícil de bailar, después de ver varias neveras domesticas, horizontalmente colocadas y llenas de hielo donde los peces parecían yacer desde que Jesús los cambio por piedras, y unos cestos que bien podrían ser criaderos de mosca, los dos mirándonos y con la nariz muy arrugada dijimos: “una ensaladita con una latita de atún no estaría mal”. 
A diferencia con Djifiere aquí el pescado había perdido toda la frescura, al menos lo que pudimos ver no ofrecía garantía alguna.



La carnicería donde se compra la carne, constaba de un árbol, una mesa y el trozo de vaca, aquello parecía una trampa para moscas. El carnicero despachaba, y para todas sus acciones había un previo, haciendo aspavientos con las manos apartaba aquellas inmensas escuadrillas, que ya acostumbradas a esos movimientos, después de unos breves segundos volvían a ocupar su lugar. La escena era, (mi amor se hizo la distraída y no vio nada) como un asesinato con arma blanca después de una semana cometido. Los armarios del Golden aun contenían reservas de proteínas y hacia mas fácil abstenerse de luchar contra el deseo carnal.
Un poco decepcionados con la gran ciudad y sus comestibles volvimos al Baobab.
Famara hijo del propietario nos sorprende presentándose en español, con un hablar muy lento nos da la bienvenida y un deseo de buena estancia en la ciudad. Con atuendo musulmán y muy correcto, nos explica que el ramadán esta por comenzar. A los pocos días se inicio el periodo de ayuno, y nosotros comenzamos a notarlo.
Al preguntarle por el  aprovisionamiento de agua para el Golden, y  tras decir un “no problema”, nos indico un grifo en la pared, entendimos que a cambio de parar en su Resort nos ofrecía tal servicio, nos pareció correcto, un gran tema solucionado.


Una vez a bordo y comentando el paseo, sacamos la conclusión que seria un día flojo y seguramente toda aquella gente requería de mas productos. Así transcurrió la semana, y aquellas tiendas lejos de mejorar en cantidad y calidad, iban de mal en peor. También aclaro que toda la fruta y las hortalizas se venden en la calle, bien encima de una tela o los mas curiosos en una tabla, todo a ras de suelo, solo algunos logran estar a la sombra.



En el Baobab Terra nos comentan que los martes hay un mercadillo y es cuando vienen los agricultores a vender. La ilusión se despertó en nuestros estómagos, estábamos a domingo y quedaban dos días, ahora comprendíamos la escasez de productos. Seguimos consumiendo comida de las reservas del reino, y esperando el ansiado mercadillo.
El martes, antes que el sol apretase, ya andábamos por el mercadillo, a nuestra vista aquello parecía pensado para hacer una sesión de fotos, sin saber muy bien como actuar con la cámara y después de notar que no despertaba gran simpatía intente hacer alguna instantáneas.






Si bien las hortalizas seguían manteniendo el minúsculo tamaño, la frescura de los productos era palpable. Lo mas espectacular del sitio eran sus gentes, el colorido de los vestidos de las mujeres es de por si una fiesta.
Compramos de todo, siempre verduras, frutas y hortalizas. El resto era complicado, los pollos los vendían vivos y estoy seguro que llevamos uno a bordo, y acaba con un collar y un nombre, convertido en otro grumete.







El bullicio de gente era enorme, y el calor a las diez de la mañana insoportable.
Con las compras hechas y como no sudando por las cejas, nos fuimos a refrescar al Baobab. 


Allí en la terracita y con la cerveza fría descansamos de la expedición. Aquellas serian las ultimas cervezas que allí tomaríamos hasta dentro de veintipico días. El ramadán había comenzado y los dueños del Baobab Terra, de creencias musulmanas dejaban de vender alcohol, esto nos sorprendió, aun así continuábamos yendo y en vez de las cervecitas serian fantas de naranja.
En el Baobab comenzaron a aparecer los mismos vendedores, que estatuilla en mano nos asaltaban en la calle,  y claro sus ofertas seguían repitiendose, nosotros sin perder la simpatía continuábamos diciendo, NO.
Ya llevábamos mas de dos semana y habíamos bautizado la calle de los vendedores como “la calle del pecado”, era imposible pasar por allí y no ser atacado por la oferta del día.
Nosotros diccionario en mano intentábamos hacerles comprender que no éramos turistas normales, y que nuestro dinero estaba destinado a comprar comida, pero aquellas palabras parecían perderse entre el español, el wolof y el francés, aun así ni ellos ni nosotros perdíamos la sonrisa.







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